lunes, 19 de octubre de 2009

Solo él y yo.

Nunca antes me había sentido así. Ha pasado casi un mes y las ideas no se han asentado todavía en mi cabeza. De hecho, mi cabeza es lo único que parece inmune a él, a esta relación rara y no muy saludable que tenemos. He oído decir que cuando nuestro cuerpo no puede más con las preocupaciones o el estrés se cierra en banda como aviso de que se está sobrepasando el límite. Puede que sea eso lo que me esté pasando. Tengo cambios de humor sin motivo y el estómago se me sigue encogiendo cuando alguien habla de él en mi casa o cuando le veo pasar por la oficina. Sin embargo parece que sufro anemia racional. No me he parado ni un segundo a preguntarme qué siento por Carlos, ni si nuestra relación tiene futuro o si está abocada a un desastroso final. No pienso en las consecuencias que esta aventura podría tener en su mujer y en sus hijos, aún tan pequeños. No sé si me quiere en su futuro y no me importa. Es como si las reacciones físicas más básicas no dejaran paso a la razón y no pudiera siquiera plantearme estos interrogantes.

No he revelado a nadie lo que siento, ni siquiera a mis mejores amigas. Ellas insisten en que me notan rara, pero es fácil disuadirlas convirtiéndolas en el centro de la conversación, adoran hablar sobre si mismas. No lo hacemos todos? Me gustaría compartir con ellas mis vivencias, a pesar de conocer de antemano su desaprovación. No tanto porque los consejos de nadie me vayan a servir de ayuda, sino para ser capaz de absorver la esencia de lo que estoy viviendo. Creo que si hablara de ello en voz alta dejaría de consumirme por dentro. Es el secretismo lo que me está matando y lo que impide que me plantee las cosas con raciocinio.

Carlos parece haberse quitado diez años de encima. Sonrie y quiere verme a todas horas. Cada vez le importa menos la hora y el lugar. No le preocupa que pueda vernos alguien. Es como si quisiera que nos descubrieran. Las despedidas en su coche han pasado de ser un beso rápido y significativo a caricias y demostraciones de amor apasionadas que desconocen el concepto del tiempo. Yo no le pregunto, pero insiste en que tiene que dejar a su mujer cuanto antes, que me quiere y que no le importa nada, que solo quiere estar conmigo. Me resulta inmaduro cuando me dice estas cosas. Carlos cree que me conoce porque me ha visto crecer, pero se equivoca. No me conoce como mujer ni como pareja. Conoce mi cuerpo, mis sonrisas, mis caricias y mi alegría de estar con él, pero poco más. Es como si estuviera hipnotizado por la fragancia de la pasión, como si después de tantos años de darse a una sola mujer yo hubiera despertado a otro Carlos que ni él mismo conocía. El nuevo Carlos es insaciable, nunca tiene suficiente de mi. Si pudiera me bebería a todas horas.

Los dias de descanso no hay llamadas de teléfono, ni mensajes, ni correos. A veces llama a casa con la excusa de hablar con mi padre para ver si soy yo la que coge el teléfono y poder escuchar mi voz. Mi padre se extraña de que no le llame a su móvil, pero no le da más importancia. Los días de fiesta son para pasarlos con los amigos y la familia a los que miento, con la mujer a la que engaña y con esos niños a quienes está pensando en abandonar. Yo no quiero que abandone a nadie, ni siquiera me parece justo lo que le estamos haciendo a Nuria. Tampoco a mi me gusta mentir. Pero cuando estamos juntos nadie existe, somos solo Carlos y Ana en su apartamento del centro o en alguna habitación de hotel. Somos lujuria y pasión, no realidad. La habitación es nuestro mundo por unas horas y en él no existen las responsabilidades ni los compromisos. Solo él y yo.

viernes, 9 de octubre de 2009

Ella, yo.

Ella, la de moral íntegra, la perfecta, la que siempre hacía lo correcto. Ella era la que daba los consejos más sensatos, siempre. Siempre tenía todo claro y sabía como actuar en cualquier situación, o eso creía ella.

A la mañana siguiente la culpa era compartida y apenas pudieron mirarse a los ojos. A pesar de la mala conciencia, ya sola en la ducha no pudo reprimir una sonrisa al recordar lo que había pasado. La excitación añadida de lo prohibido, de lo inmoral. Se enjabonó el cuerpo reviviendo en su mente cada caricia y cada beso.

Se despidieron sin hablar y cada uno tomó su camino. Al fin y al cabo ella era libre para hacer algo así, no había roto ninguna promesa ni había faltado a compromiso alguno. Su estómago le decía lo contrario. Al día siguiente no pudo probar bocado, eran los nervios, ya se pasarían. Pero no se pasaron y durante toda la semana el comer era un esfuerzo. Lo hacía por obligación y no por hambre. Reprimir las nauseas constantes y seguir sonriendo para aparentar que no pasaba nada no fue fácil, pero sí factible. Nadie sabe lo que pasó. Nadie.

Incluso llegar al punto de escribirlo le costó semanas. Semanas de no comer y apenas dormir. Hubiera sido más fácil si solo se hubiese tratado de una noche, un secreto entre los dos. No fue así.

Él también lucía ojeras y mostraba un nerviosismo que nunca antes había estado ahí. Sonreía de manera exagerada y soltaba carcajadas histéricas al mínimo comentario. Ella sabía lo que le pasaba, él seguía pensando en lo que había pasado a pesar de no poder permitírselo. Ella también lo hacía.

Tres días después él le pidió verse después del trabajo. Lo hizo en voz baja para que nadie en la oficina pudiera oírle. Después, en un bar en la otra punta de la ciudad, un bar en el que ninguno de los dos había estado nunca antes, confesó que llevaba días queriendo hablar con ella. Era miércoles y no había dejado de pensar en ella desde la mañana del sábado cuando se despertaron juntos, que pensaba en ella todo el día, todos los días.

Ella le dijo que también pensaba en él pero que no podía ser, que era demasiado complicado y demasiada gente se vería envuelta. Él se confesó derrotado y confesó haber deseado aquella noche desde hacía demasiado tiempo. Lo que ella creyó fortuito para él había sido la realización de una fantasía. Él siguió confesando y admitió haber dejado de amar a su esposa, admitió vivir por inercia manteniendo las apariencias por el bien de sus hijos, aún tan pequeños. Esos niños a quienes hace algo más de un mes había regalado una gatita que ella había recogido de la calle.

Los encuentros furtivos continuaron y aún continúan. Ninguno de los dos sabe como explicar a su entorno lo que está pasando porque ni ellos mismos lo saben todavía. Solo están seguros de lo que sienten cuando están juntos, pero hasta ahí llega todo. El futuro es demasiado incierto para ellos y no se permiten pensar en él. Solo tienen el presente y se cuentan el uno al otro cómo darán la noticia.

Él tendrá que decirle a su mujer que ha comenzado una relación con una chica de veintiséis años que es además la hija de sus amigos más cercanos y que trabaja para él desde hace unos meses. Su mujer se volverá loca y no es para menos. Ella tendrá que explicar en su casa, tarde o temprano, que no sale con ningún joven del barrio sino con uno de los mejores amigos de su padre. Los padres de ella son muy liberales, pero algo así les resultará difícil de digerir.

Ella sigue hecha un manojo de nervios y su estómago sigue encogido. Ha perdido peso y la falta de sueño empieza a hacer mella. Él sigue con sus ojeras y su risa histérica. Pero esas tardes que pasan juntos hacen que se olviden de todo y que ese mismo todo merezca la pena.

Esta historia les ha dejado claro que “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”. No importa lo correcta e intachable que sea siempre tu comportamiento.